jueves, 11 de septiembre de 2014

LIBRO GRANDE. Capitulo 8 A LAS ESPOSAS (1 parte)

Con pocas excepciones, hasta aquí en nuestro libro sólo se ha tratado de hombres, pero lo que hemos dicho es igualmente aplicable a las mujeres. Nuestras actividades en favor de las mujeres van en aumento. Existe toda evidencia de que las mujeres recobran la salud tan prontamente como los hombres, cuando ensayan nuestras indicaciones.  

Pero por cada hombre que bebe hay otras personas implicadas; la esposa que tiembla de miedo a la próxima borrachera; la madre y el padre que ven al hijo consumiéndose.  

Entre nosotros hay esposas, parientes y amigos cuyo problema ha sido resuelto, así como algunos que todavía no han encontrado una feliz solución. 

Queremos que las esposas de los Alcohólicos Anónimos se dirijan a las esposas de individuos que beben demasiado. Lo que dicen a continuación es aplicable a casi todas las personas que estén ligadas a un alcohólico por lazos de sangre o de afecto.  

Como esposas de Alcohólicos Anónimos, quisiéramos que usted se dé cuenta de que nosotros comprendemos el problema como tal vez pocos puedan.  

Queremos analizar errores que hemos cometido. Queremos que se quede usted con la sensación de que ninguna situación es demasiado difícil y ninguna infelicidad demasiado grande para ser superadas. No cabe duda que hemos recorrido un camino rocoso. Hemos tenido largas citas con el amor propio lastimado, la frustración, la autoconmiseración, la desavenencia y el miedo. Estos no son compañeros agradables. Nos hemos dejado llevar a una compasión sensiblera y a amargos resentimientos. Algunas de nosotras hemos ido de un extremo al otro, siempre con la esperanza de que nuestros seres queridos volvieran a ser ellos mismos.  

Nuestra lealtad y el deseo de que nuestros maridos levantaran cabeza y fueran como otros hombres, han originado toda clase de situaciones difíciles. Hemos sido desprendidas y abnegadas. Hemos dicho infinidad de mentiras para proteger nuestro orgullo y la reputación de nuestros maridos. Hemos rezado, hemos suplicado, hemos sido pacientes. Hemos herido con malignidad, hemos huido o hemos estado histéricas. Algunas de nosotras, por vengarnos, hemos tenido intrigas amorosas con otros hombres. 

Muchas noches nuestras casas se han vuelto campos de batalla. A la mañana siguiente nos hemos reconciliado. Se nos ha aconsejado abandonar a nuestros maridos y lo hemos hecho muy decididas, sólo para regresar al poco tiempo, siempre con esperanza. Nuestros maridos han jurado con gran solemnidad que nunca volverían a beber; nosotras les hemos creído cuando nadie más quería o podía hacerlo. Luego, después de días, semanas o meses, lo emprendían de nuevo.   

Rara vez recibíamos a nuestras amistades en casa, porque no sabíamos nunca cómo y cuándo se presentarían los hombres de la casa. Nuestros compromisos sociales eran reducidos; llegamos a vivir casi solas. Cuando nos invitaban a ir a alguna parte, nuestros maridos se tomaban tantos tragos a escondidas que echaban a perder la ocasión. Si, por otra parte, no bebían nada, su autoconmiseración los volvía unos aguafiestas.  

Escrito en 1939, en una época en la que había pocas mujeres miembros de A.A., este capítulo supone que el alcohólico en el hogar es en la mayoría de los casos el marido. No obstante, muchas de las sugerencias hechas al respecto pueden adaptarse para ayudar a la persona que vive con una mujer alcohólica, sea que aun esté bebiendo o esté ya recuperándose en A.A. Al final del capitulo, se 
menciona otro recurso  

Nunca había seguridad económica. Siempre corrían peligro de perder sus puestos o los perdían. Ni un carro blindado hubiera sido suficiente para que la paga llegara a casa. Los fondos de la cuenta del banco se derretían como la nieve en junio. 

A veces había otras mujeres; ¡qué desconsolador era descubrirlo; qué cruel que le dijeran a una que ellas los comprendían como no podíamos nosotras! Cobradores, policías, choferes enojados, vagos y amigotes llamaban a la puerta y a veces incluso traían mujeres a casa. ¡Y nuestros maridos creían que nosotras no éramos hospitalarias! "Aguafiestas, regañona," decían de nosotras. Al día siguiente volvían a ser ellos mismos, y nosotras los perdonábamos, y tratábamos de olvidar. 

Hemos tratado de mantener vivo el cariño de nuestros hijos para con su padre. Decíamos a nuestros hijos pequeños que su padre estaba enfermo lo cual se aproximaba a la verdad mucho más de lo que creíamos. Les pegaban a los niños, pateaban las puertas, rompían la loza, arrancaban las teclas al piano. En medio de toda esa batahola, salían amenazando con irse a vivir definitivamente con la otra mujer. De tan desamparadas que estábamos, a veces también nos emborrachábamos. El resultado inesperado era que aquello parecía gustarles.   

Tal vez al llegar a este punto nos divorciábamos y llevábamos a los niños a vivir a casa de nuestros padres. Entonces nuestros suegros nos criticaban con dureza por el abandono.  

Generalmente no nos íbamos; nos quedábamos. Finalmente conseguíamos empleo, en vista de que la miseria nos amenazaba.  

Empezamos a buscar consejo médico a medida que las borracheras se repetían más frecuentemente. Los alarmantes síntomas físicos y mentales, la cada vez mayor tristeza por el remordimiento, la depresión y el sentimiento de inferioridad que se apoderaba de nuestros seres queridos: todas estas cosas nos aterrorizaban y perturbaban.   

Como animales en una rueda de ardilla, pacientes y cansadas trepábamos para caer exhaustas después de cada vano esfuerzo por pisar terreno firme. La mayoría de nosotras hemos llegado a la etapa final con los internamientos en casas de salud, sanatorios, hospitales y cárceles. A veces se presentaban el delirio y la locura. La muerte frecuentemente rondaba cerca. 

En estas circunstancias, naturalmente cometíamos equivocaciones. Algunas eran causadas por la ignorancia acerca del alcoholismo. A veces percibíamos vagamente que estábamos tratando con hombres enfermos. De haber comprendido cabalmente la naturaleza de la enfermedad podríamos habernos comportado en forma diferente.  

¿Cómo podían ser tan irreflexivos, tan duros y tan crueles esos hombres que querían a sus esposas y a sus hijos? Pensábamos que no podía haber amor en tales personas. Y precisamente cuando estábamos convencidas de su falta de corazón, nos sorprendían con nuevos propósitos y con atenciones. Por algún tiempo volvían a ser afables como antes, sólo para romper en pedazos otra vez la nueva estructura de afecto. Si se les preguntaba por qué habían vuelto a beber, salían con excusas tontas o no contestaban.  

¡Eso era tan desconcertante y desalentador! ¿Podíamos habernos equivocado tanto en los hombres con quienes nos casamos? Cuando bebían eran extraños. Algunas veces eran tan inaccesibles que parecían estar rodeados por una muralla.  

Y, aunque no quisieran a sus familias ¿cómo podrían estar tan ciegos acerca de ellos mismos? ¿Qué había pasado con su capacidad de discernir, su sentido común, su fuerza de voluntad? ¿Por qué no podían ver que la bebida significaba su ruina? ¿Por qué era que cuando se les señalaba el peligro, lo reconocían y aun así se emborrachaban inmediatamente?  

Estas son algunas de las preguntas que pasan por la mente de toda mujer que tiene un marido alcohólico. Tenemos la esperanza de que este libro haya contestado algunas de ellas. Tal vez su marido haya estado viviendo en ese extraño mundo del alcoholismo en el que todo está distorsionado y exagerado. Puede usted darse cuenta de que él la quiere con lo mejor de su ser. Desde luego existe la incompatibilidad, pero casi en todos los casos el alcohólico sólo parece ser desafectuoso y desconsiderado; es, generalmente, por estar apartado del camino recto y ser un enfermo por lo que dice y hace cosas espantosas. En la actualidad, la mayoría de nuestros hombres son mejores maridos y padres de lo que nunca fueron.   

GRUPO PARTE VIEJA DONOSTIA - SAN SEBASTIAN