Me produjo cierto alivio enterarme de que la voluntad del alcohólico se debilita sorprendentemente cuando se trata de combatir el licor, aunque en otros aspectos pueda seguir siendo fuerte. Estaba explicado mi proceder ante un deseo vehemente de dejar de beber. Comprendiéndome ahora, me sentí alentado por nuevas esperanzas. Durante tres meses las cosas marcharon bien. Iba a la ciudad con regularidad y hasta ganaba algún dinerito. Seguramente en eso estaba la solución; conocerse a si mismo.
Pero no lo estaba, porque llegó el día temible en que volví a beber. La trayectoria de mi decaimiento físico y moral descendió como la curva que describe el esquiador en un salto de altura. Después de algún tiempo regresé al hospital. Me parecía que aquello era el fin, la caída del telón. Mi esposa, fatigada y desesperada, recibió el informe de que en un año todo acabaría con una falla del corazón, delirium tremens o tal vez un reblandecimiento cerebral. Pronto tendrían que llevarme a un manicomio o a una funeraria.
No tenían que decírmelo. Lo sabía y casi acogía con: regocijo la idea. Fue un golpe devastador para mi orgullo. Yo, que tenía un concepto tan bueno de mí mismo, de mis aptitudes, de mi capacidad para vencer obstáculos, estaba por fin acorralado. Ahora me sumiría en la oscuridad, uniéndome al interminable desfile de borrachines que me precedían.
A pesar de todo, habíamos sido muy felices mi esposa y yo. ¡Qué no hubiera dado yo para reparar los daños! Pero eso ya había pasado.
No hay palabras para describir la soledad y desesperación que encontré en ese cenagal de autoconmiseración; sus arenas movedizas se extendían por todos lados. No pude más. Estaba hundido. El alcohol era mi amo.
Tembloroso, salí del hospital totalmente doblegado. El temor me sostuvo sin beber por algún tiempo. Pero volvió la locura insidiosa de la primera copa y el Día del Armisticio de 1934 volvía a empezar. Todos se resignaron a la certeza de que se me tendría que encerrar en algún sitio o que dando tumbos llegaría a mi fin miserable. ¡Qué oscuro parecía todo antes de amanecer! En realidad, eso era el principio de mi última borrachera. Pronto sería lanzado, como una catapulta hacia lo que doy en llamar cuarta dimensión de la existencia. Llegaría a saber lo que son la felicidad y la tranquilidad; el ser útil en un modo de vivir que va siendo más maravilloso a medida que transcurre el tiempo.
Al finalizar aquel frío mes de noviembre, estaba sentado en la cocina de mi casa bebiendo. Con cierta satisfacción pensé que tenía escondida suficiente ginebra para esa noche y el día siguiente. Mi esposa estaba en su trabajo. Dudé si me atrevería a esconder una botella cerca de la cabecera de la cama. La necesitaría antes del amanecer.
Mis cavilaciones fueron interrumpidas por el timbre del teléfono. La alegre voz de un antiguo compañero de colegio me preguntaba si podía ir a verme. Estaba sobrio. No podía recordar ninguna ocasión anterior en la que mi amigo hubiese llegado a Nueva York en esas condiciones. Me quedé sorprendido, pues se decía que lo había internado por demencia alcohólica. ¿Cómo habría logrado escapar? Sin preocuparme de su bienestar, sólo pensé en revivir el espíritu de días pasados. ¡Hubo una ocasión en que alquilamos un avión para completar la juerga! Su visita era un oasis en el desierto de la futilidad. ¡La misma cosa, un oasis! Los bebedores son así.
Se abrió la puerta y ahí estaba él, fresco el cutis y radiante. Había algo en sus ojos. Era inexplicablemente diferente. ¿Qué era lo que le había sucedido?
En la mesa, le serví una copa; no la aceptó. Desilusionado pero lleno de curiosidad, me preguntaba qué le habría sucedido al individuo. No era el mismo.
"Vamos, ¿de qué se trata?", le pregunté. Me miró a la cara; con sencillez y sonriendo me contestó: "Tengo la religión".
Me quedé estupefacto. ¡Así es que era eso! El pasado verano un alcohólico chiflado y ahora, sospechaba, un poco más chiflado por la religión. Tenía esa mirada centelleante. Sí, el hombre ciertamente ardía en fervor. Pero, ¡que dijera disparates si así le convenía! Además, mi ginebra duraría más que sus sermones.
Pero no desvarió. En una forma muy natural me contó cómo se habían presentado dos individuos ante el juez solicitando que se suspendiera su internación. Habían expuesto una idea religiosa sencilla y un programa práctico de acción. Hacia dos meses que sucedía eso y el resultado era evidente de por si surtió efecto.
Había ido para pasarme su experiencia, si yo quería aceptarla. Me sentía asustado pero a la vez interesado. Tenía que estarlo, puesto que no había más remedio para mí.
Estuvo horas hablando. Los recuerdos de la niñez acudieron a mi memoria. Me parecía estar sentado en la falda de la colina, como en aquellos tranquilos domingos, oyendo la voz del ministro; recordé la promesa del juramento de temperancia, que nunca firmé; el desprecio bonachón de mi abuelo para alguna gente de la iglesia y para sus actos; su insistencia en que los astros realmente tenían su música, y también su negación del derecho que tenía el ministro de decirle cómo interpretar las cosas; su falta de temor al hablar de esto poco antes de morir. Estos recuerdos surgían del pasado. Me hacían sentir un nudo en la garganta. Recordé aquel día en la pasada guerra, en la catedral de Winchester.
Siempre había creído en un Poder superior a mí mismo. Muchas veces me había puesto a pensar en estas cosas. Yo no era ateo. Pocas personas lo son en realidad, porque esto significa tener una fe ciega en la extraña proposición de que este universo se originó en una cifra y que marcha raudo, sin destino. Mis héroes intelectuales, los químicos, los astrónomos y hasta los evolucionistas sugerían que eran grandes leyes y fuerzas las que operaban. A pesar de las indicaciones contrarias, casi no tenía duda de que había de por medio una fuerza y un ritmo poderosos. ¿Cómo podría haber leyes tan perfectas e inmutables sin que hubiera una inteligencia? Sencillamente, tenía que creer en un Espíritu del Universo que no reconociera tiempo ni limitaciones. Pero sólo hasta aquí.
De los clérigos y de las religiones del mundo, de eso precisamente era de lo que yo me separaba. Cuando me hablaban de un Dios personal que era amor, poder sobrehumano y dirección, me irritaba y mi mente se cerraba a esa teoría.
A Cristo le concedía la certeza de ser un gran hombre, no seguido muy de cerca por aquellos que lo reclamaban. Su enseñanza moral, óptima. Había adoptado para mí lo que me parecía conveniente y no muy difícil; de lo demás no hacía caso.
Las guerras que se habían librado, los incendios y los embrollos que las disputas religiosas habían facilitado me causaban repugnancia. Yo dudaba sinceramente de que, haciendo un balance, las religiones de la humanidad hubiesen hecho algún bien. A juzgar por lo que había visto en Europa, el poder de Dios en los asuntos humanos resultaba insignificante y la hermandad entre los hombres era una broma. Si existía el Diablo, éste parecía ser el amo universal, y ciertamente me tenía dominado. Pero mi amigo, sentado frente a mí, manifestó categóricamente que Dios había hecho por él lo que él no había podido hacer por sí mismo.
Su voluntad humana había fallado; los médicos lo habían desahuciado; la sociedad estaba lista para encerrarlo. Como yo, había admitido una completa derrota. Entonces, efectivamente, había sido levantado de entre los muertos, sacado repentinamente del montón de desperdicios y conducido a un plano de vida mejor de lo que él nunca había conocido.
GRUPO PARTE VIEJA DONOSTIA - SAN SEBASTIAN
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