LA HISTORIA DE BILL
La fiebre de la guerra era alta en el pueblecito de Nueva Inglaterra, al que fuimos destinados los jóvenes oficiales de Plattsburg. Nos sentimos muy halagados cuando los primeros ciudadanos nos llevaban a sus casas y nos trataban como héroes. Allí estaban el amor, los aplausos y la guerra; momentos sublimes con intervalos de júbilo. Por fin, estaba yo viviendo la vida y en medio de esa conmoción, descubrí el licor. Al descubrirlo, olvidé las serias advertencias y los prejuicios de mi familia respecto a la bebida. Llegó el momento en que nos embarcamos para Europa; entonces me sentí muy solo y nuevamente recurrí al alcohol.
Desembarcamos en Inglaterra. Visité la Catedral de Winchester; muy conmovido me dediqué a pasear por sus exteriores, y llamó mi atención una vieja lápida en la que leí esta inscripción:
Aquí yace un granadero de Hampshire
quien encontró su muerte
bebiendo cerveza fría.
Un buen soldado nunca es olvidado
sea que muera por mosquete
o por jarra de cerveza.
Amenazadora advertencia a la que no hice caso.
Veterano de guerra en el extranjero a la edad de veintidós años, regresé a mi hogar. Me imaginaba ser un líder, porque ¿No era cierto que los hombres de mi batería me habían dado una muestra de su especial estimación? Yo imaginaba que por mi talento para el liderazgo, llegaría a estar al frente de importantes empresas que manejaría con sumo aplomo.
Seguí un curso nocturno de leyes y obtuve un empleo como investigador en una compañía de seguros. Había emprendido el camino para el logro del triunfo, y le demostraría al mundo lo importante que yo era. Mi trabajo me llevaba a Wall Street y poco a poco empecé a interesarme en el mercado de valores, en el que muchos perdían dinero pero algunos se hacían muy ricos. ¿Por qué no había de ser yo uno de estos afortunados? Estudié economía y comercio a la vez que leyes. Como alcohólico potencial que era, estuve a punto de ser suspendido en leyes; en uno de los exámenes finales estaba demasiado borracho para pensar o escribir. Aunque mi manera de beber todavía no era continua, preocupaba a mi esposa; teníamos largas conversaciones al respecto, en las que yo desvanecía sus temores argumentando que los hombres geniales concebían mejor sus proyectos cuando estaban borrachos; y que las majestuosas concepciones de la filosofía habían sido originadas así.
Cuando terminé el curso de leyes comprendí que esa profesión no era para mí. El atrayente torbellino de Wall Street me tenía en sus garras. Los líderes en los negocios y en las finanzas eran mis héroes. De esta aleación de la bebida y la especulación, comencé a forjar el arma que un día se convertiría en bumerán y casi me haría pedazos. Viviendo modestamente, mi esposa y yo ahorramos mil dólares, que invertimos en unos valores que entonces estaban a un precio bajo y que no eran muy populares; acertadamente pensé que algún día tendrían una considerable alza. No pude convencer a mis amigos (corredores de bolsa) a que me enviaran en una gira para visitar fábricas y otros negocios, pero sin embargo, mi esposa y yo decidimos hacerla. Desarrollé la teoría de que la mayoría de la gente perdía dinero con los valores debido a una falta de conocimiento de los mercados. Después descubrí muchos otros motivos.
Renunciamos a nuestros empleos y emprendimos la marcha en una motocicleta cuyo carro 3 lateral abarrotamos con una tienda de campaña, cobertores, una muda de ropa y tres enormes libros de consulta para asuntos financieros. Nuestros amigos pensaron que debía nombrarse una comisión para investigar nuestra locura. Tal vez tenían razón. Había tenido algunos éxitos con la especulación y por ello teníamos algún dinero, aunque una vez tuvimos que trabajar en una granja para no tocar nuestro pequeño capital. Este fue el único trabajo manual honrado que hice en mucho tiempo. En un año recorrimos toda la parte este de los Estados Unidos. Al finalizar el año, mis informes a Wall Street me valieron un puesto allí con una cuenta muy liberal para mis gastos. Una operación de bolsa nos dejó un beneficio de varios miles de dólares ese año.
Durante unos cuantos años más, la fortuna me deparó aplausos. Había triunfado. Mis ideas y mi criterio eran seguidos por muchos al son de las ganancias en papel. La gran bonanza de los últimos años veinte estaba en plena ebullición y expansión. La bebida estaba ocupando un importante lugar en mi vida, y en la euforia que tenía. Se hablaba a gritos en los centros de "jazz" de Manhattan. Todos gastaban miles y hablaban de millones. Podían burlarse los que quisieran. ¡Al Diablo con ellos! Tuve entonces amplias relaciones con amigos de ocasión.
Mi manera de beber asumió proporciones más serias, pues bebía todos los días y casi todas las noches. Las advertencias de mis amigos terminaban en pleito y me convertí en un lobo solitario. Hubo muchas escenas desagradables en nuestro suntuoso apartamento. De hecho no hubo infidelidad de mi parte porque el serle fiel a mi esposa y el emborracharme evitaban totalmente que me enredara en esos líos.
En 1929 contraje la fiebre del golf. Inmediatamente nos fuimos al campo, mi esposa a aplaudirme y yo a superar a Walter Hagen. Pero el licor me gano antes de que pudiera alcanzar a Walter. Empecé a estar tembloroso por las mañanas. El golf me permitía beber todos los días y todas las noches. Me causaba satisfacción pasear por el exclusivo campo de golf, que tanto admiraba de muchacho, luciendo la impecable tez tostada que suelen tener los caballeros acomodados. El banquero local observaba con divertido escepticismo el movimiento de cheques grandes.
En octubre de 1929 se derrumbó repentinamente el mercado de valores de Nueva York. Después de uno de esos días infernales, me fui tambaleando del bar de un hotel a la oficina de un corredor de bolsa. Eran las ocho, cinco horas después del cierre de ésta. El indicador de cotizaciones todavía matraqueaba; azorado, vi una pulgada de la cintilla con la inscripción XYZ-32. En la mañana estaba a 52. Estaba arruinado y muchos de mis amigos también. Los periódicos daban las noticias de individuos que saltaban de las distintas torres de Wall Street. Eso me repugnó. Yo no saltaría. Regresé al bar. Mis amigos habían perdido varios millones. ¿De qué me preocupaba yo? Mañana sería otro día. Mientras bebía, la antigua y fiera determinación de triunfar se apoderó de mí nuevamente.
A la mañana siguiente telefoneé a un amigo de Montreal. Le quedaba bastante dinero y creía que era mejor que yo fuera al Canadá. Por la primavera estábamos viviendo en la forma a que nos habíamos acostumbrado. Me sentía como Napoleón regresando de Elba. ¡Para mí no habría Santa Elena! Pero la bebida me ganó la partida otra vez, y mi generoso amigo tuvo que dejarme marchar. Esta vez estábamos arruinados.
Nos fuimos a vivir con los padres de mi esposa. Encontré trabajo, y lo perdí luego por causa de un lío con un chofer de taxi. Gracias a Dios, nadie sospecharía que no iba a tener un empleo real en cinco años, ni estar sobrio casi un solo momento. Mi esposa empezó a trabajar en una tienda, llegando agotada a casa para encontrarme borracho. En los círculos de la bolsa se llegó a considerarme como un allegado indeseable.
El licor dejó de ser un lujo; se convirtió en una necesidad. Mi dosis cotidiana era de dos o tres botellas de ginebra de fabricación casera. En ocasiones, alguna pequeña operación me dejaba unos cuantos dólares con los que pagaba mis deudas en barras y tiendas de licores. Esta situación se prolongaba indefinidamente y empecé a despertar tremendamente tembloroso; necesitaba beberme una copa de ginebra seguida de media docena de botellas de cerveza para poder desayunar. A pesar de esto, aún creía que podía controlar la situación y tenía periodos de sobriedad que hacían renacer las esperanzas de mi esposa.
Paulatinamente, las cosas empeoraban. Tomó posesión de la casa el hipotecario; murió mi suegra; mi esposa y mi suegro enfermaron.
En esos días se me presentó la oportunidad de un negocio prometedor. Las acciones estaban en un punto bajo en 1932 y, en alguna forma, yo había integrado un grupo de compradores. Mi participación en las utilidades sería ventajosa; pero entonces emprendí una borrachera tremenda y esa oportunidad se esfumó.
Desperté. Eso no podía seguir; me di cuenta de que no podía tomar ni una copa. Dejaría de beber para siempre. Anteriormente había hecho muchas promesas, pero esta vez había seriedad en mi actitud; mi esposa así lo creía y yo también.
Poco después llegué borracho a la casa; no había hecho ningún esfuerzo para evitarlo. ¿Dónde estaba mi firme resolución? Sencillamente no lo sabía. Alguien me había puesto una copa enfrente y la tomé. ¿Estaba yo loco? Empecé a pensarlo, porque tamaña falta de perspectiva parecía acercarse a la locura.
Renovando mi resolución, hice otra prueba. Pasó algún tiempo y la confianza empezó a ser reemplazada por el engreimiento. ¡Podía reírme de la ginebra! Tenía lo que era necesario. Un día entré a un café para usar el teléfono. En menos que canta un gallo estaba golpeando el mostrador de la barra y preguntándome cómo había sucedido. Mientras el whisky se me subía a la cabeza, me decía que la próxima vez lo haría mejor pero que, por lo pronto, lo sensato era emborracharme bien, y así lo hice.
El remordimiento, el terror y la desesperación de la mañana siguiente son inolvidables. No tenía suficiente valor para luchar. Mis pensamientos volaban descontrolados y me atormentaba el terrible presentimiento de una calamidad. Casi no me atrevía a cruzar la calle por miedo a que me atropellara algún camión. Apenas comenzó a amanecer, entré a un lugar que permanecía abierto día y noche y ahí me sirvieron una docena de vasos de cerveza que calmó mis atormentados nervios. En un periódico leí que el mercado de valores se había derrumbado de nuevo. Bueno ¡pues yo también! El mercado podía recuperarse, pero yo no. Resultaba duro pensarlo. ¿Debía suicidarme? ¡No! Ahora no. Entonces me envolvió una densa niebla mental. Con ginebra se arreglaría todo. Por lo pronto, dos botellas y a olvidar.
La mente y el cuerpo son mecanismos maravillosos, ya que los míos soportaron esta agonía más de dos años. Cuando el terror y la locura se apoderaban de mí por la mañana, había veces que robaba a mi esposa el poco dinero que tenía en su bolso; otras veces me asomaba a la ventana y sentía vértigo, o me paraba vacilante frente al botiquín del baño (en el que sabía que había veneno) y me decía que yo era un débil. Mi mujer y yo íbamos de la ciudad al campo y del campo a la ciudad, tratando de escapar. Luego hubo una noche infernal en que creí que iba a saltar por la ventana. Como pude, llevé el colchón al piso de abajo para no saltar al vacío. Fue a verme un médico y me recetó un fuerte sedante; al día siguiente estaba tomando el sedante, y la ginebra. Esta combinación pronto me causó un descalabro. Temían que enloqueciera; yo también. Comía poco o nada porque no podía hacerlo, y mi peso llegó a ser cuarenta libras menos del normal.
Mi cuñado es médico y gracias a él y a mi madre, se me internó en un hospital para la rehabilitación física y mental de alcohólicos, conocido nacionalmente. Bajo el tratamiento de belladona se aclaró mi cerebro; la hidroterapia y los ejercicios ligeros ayudaron mucho. Lo mejor de todo fue que conocí a un médico que me explicó mi caso diciéndome que aunque yo había actuado egoístamente, también era cierto que estaba gravemente enfermo física y mentalmente.
GRUPO PARTE VIEJA DONOSTIA - SAN SEBASTIAN